Es fácil conmoverse en un escenario donde todo ha sido dispuesto para el golpe de efecto: toda la publicidad y el marketing previos al evento, que anticipaban algunas cuestiones que luego se verían en vivo y en directo; todas las concurrentes de religioso negro, como reflejando un luto interior por la desigualdad y el abuso de los que efectivamente han sido víctimas por años; los discursos encendidos, con los puños elevados, repletos de palabras de oportunidad, altisonantes, prestigiadas por una desgracia colectiva a la que parece que ahora Hollywood despierta lentamente, recién en el proceso de quitarse las legañas.
Perfecta mise en scene, pero... El pero siempre es una cachetada de realidad: pero todo el mundo conocía pelos y señales sobre ese padecimiento femenino. Todos. Todas. Incluso Oprah, tan eficaz, tan en su rol de prestidigitadora de fantasías y sueños, una especie de maga que todo lo ha podido, que ha subido, con su color y todo, a las más altas cumbres donde sólo parecen reinar los blancos. Sin embargo, ni Oprah ni otros muchos nombres notables mimados eternamente por el establishment de la meca cinematográfica dijeron esta boca es mía cuando las víctimas, ni anónimas ni desconocidas, sólo se animaban a confesar sus tragedias en el mínimo confort de las pequeñas solidaridades familiares o del círculo de amigos o compañeros eventuales de trabajo, sin respaldo, apoyo o reconocimiento de los consagrados.
Allá Hollywood y sus calamidades, allá los vestidos de alta costura y un modesto pin, que en mi opinión no alcanza a reparar tanto fariseísmo, tanto aprovechamiento económico de la corrección política, tanta desesperación por seguir siendo parte del negocio, diciendo lo que hace falta decir cuando hace falta hacerlo.
Allá ellos, y acá nosotros y nuestras pequeñas miserias televisivas, que, contradiciendo a Facundo Cabral, vuelan tan bajo donde no hay ninguna verdad ni para rascar de la tierra más inerte. Entonces te encontrás en una tarde amable de enero a un Cacho Castaña, el autor de éxitos memorables tales como "si te agarro con otro te mato, te doy una paliza y después me escapo", tratando de gil de cuarta a un periodista que se atrevió, ya no a cuestionarle su inexistente moral, sino a poner en un contexto de actualidad sus "mayores hits". Nadie del panel abrió la boca ni para defender a su compañero ni para pronunciarse al respecto del machismo, el sexismo y el abuso que exudan las letras del susodicho. Nadie. Ninguna de las mujeres allí presentes.
Qué vergüenza, por favor. Me revolvió al estómago la escena patoteril con la anuencia de todos, dándole la derecha a un sujeto despreciable que es capaz de decir a la tres de la tarde "y, si te van a violar, relajate y gozá". Esos individuos, que con sus acciones personales han traspuesto el dintel de sus letras, son la peor epidemia de nuestro tiempo, porque entran en el ADN social a voluntad, musicalmente. La gente los deja entrar en sus casas, en las habitaciones de sus hijos, en sus fiestas de cumpleaños y casamiento... Y de allí al espanto final a veces hay medio paso, y ni siquiera.
No hace falta ponerse un vestido negro de alta costura ni caminar por una alfombra roja para cambiar la realidad. Basta con la pequeña, sutil, cualquiera diría insignificante acción cotidiana de no dejar pasar el micromachismo, el propio y el ajeno, y empieza por cómo nos tratamos entre nosotras. Cómo hablamos de nosotras. Se comienza con dejar de hablar hiriente, despreciativamente de otras mujeres. De criticarlas por gordas, flacas, altas, bajas, celulíticas, viejas, jóvenes, tontas, amas de casa, o deportistas. Basta de hablar a las espaldas, cuando podemos ponernos o no de acuerdo mirándonos de frente.
Basta de zancadillas, de hacernos las boludas cuando las incomodidades son de otras.
Librarnos de los Wainteins y los Cachos Castañas será la parte más sencilla de la difícil tarea que nos aguarda: querernos entre nosotras, considerarnos, protegernos, ayudarnos, respetarnos. Pera en alto, dignas, dejándonos tocar por quien queremos, cuando queremos, como queremos, sin que se nos cruce siquiera por la cabeza que por ello peligre nuestro trabajo, nuestra seguridad económica e incluso nuestras vidas.
Juntas nos queremos. Sin vestidos negros. Sólo eso, juntas.
Perfecta mise en scene, pero... El pero siempre es una cachetada de realidad: pero todo el mundo conocía pelos y señales sobre ese padecimiento femenino. Todos. Todas. Incluso Oprah, tan eficaz, tan en su rol de prestidigitadora de fantasías y sueños, una especie de maga que todo lo ha podido, que ha subido, con su color y todo, a las más altas cumbres donde sólo parecen reinar los blancos. Sin embargo, ni Oprah ni otros muchos nombres notables mimados eternamente por el establishment de la meca cinematográfica dijeron esta boca es mía cuando las víctimas, ni anónimas ni desconocidas, sólo se animaban a confesar sus tragedias en el mínimo confort de las pequeñas solidaridades familiares o del círculo de amigos o compañeros eventuales de trabajo, sin respaldo, apoyo o reconocimiento de los consagrados.
Allá Hollywood y sus calamidades, allá los vestidos de alta costura y un modesto pin, que en mi opinión no alcanza a reparar tanto fariseísmo, tanto aprovechamiento económico de la corrección política, tanta desesperación por seguir siendo parte del negocio, diciendo lo que hace falta decir cuando hace falta hacerlo.
Allá ellos, y acá nosotros y nuestras pequeñas miserias televisivas, que, contradiciendo a Facundo Cabral, vuelan tan bajo donde no hay ninguna verdad ni para rascar de la tierra más inerte. Entonces te encontrás en una tarde amable de enero a un Cacho Castaña, el autor de éxitos memorables tales como "si te agarro con otro te mato, te doy una paliza y después me escapo", tratando de gil de cuarta a un periodista que se atrevió, ya no a cuestionarle su inexistente moral, sino a poner en un contexto de actualidad sus "mayores hits". Nadie del panel abrió la boca ni para defender a su compañero ni para pronunciarse al respecto del machismo, el sexismo y el abuso que exudan las letras del susodicho. Nadie. Ninguna de las mujeres allí presentes.
Qué vergüenza, por favor. Me revolvió al estómago la escena patoteril con la anuencia de todos, dándole la derecha a un sujeto despreciable que es capaz de decir a la tres de la tarde "y, si te van a violar, relajate y gozá". Esos individuos, que con sus acciones personales han traspuesto el dintel de sus letras, son la peor epidemia de nuestro tiempo, porque entran en el ADN social a voluntad, musicalmente. La gente los deja entrar en sus casas, en las habitaciones de sus hijos, en sus fiestas de cumpleaños y casamiento... Y de allí al espanto final a veces hay medio paso, y ni siquiera.
No hace falta ponerse un vestido negro de alta costura ni caminar por una alfombra roja para cambiar la realidad. Basta con la pequeña, sutil, cualquiera diría insignificante acción cotidiana de no dejar pasar el micromachismo, el propio y el ajeno, y empieza por cómo nos tratamos entre nosotras. Cómo hablamos de nosotras. Se comienza con dejar de hablar hiriente, despreciativamente de otras mujeres. De criticarlas por gordas, flacas, altas, bajas, celulíticas, viejas, jóvenes, tontas, amas de casa, o deportistas. Basta de hablar a las espaldas, cuando podemos ponernos o no de acuerdo mirándonos de frente.
Basta de zancadillas, de hacernos las boludas cuando las incomodidades son de otras.
Librarnos de los Wainteins y los Cachos Castañas será la parte más sencilla de la difícil tarea que nos aguarda: querernos entre nosotras, considerarnos, protegernos, ayudarnos, respetarnos. Pera en alto, dignas, dejándonos tocar por quien queremos, cuando queremos, como queremos, sin que se nos cruce siquiera por la cabeza que por ello peligre nuestro trabajo, nuestra seguridad económica e incluso nuestras vidas.
Juntas nos queremos. Sin vestidos negros. Sólo eso, juntas.
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