Cuánto término nuevo, cuánto estado de conciencia relativamente original para asimilar y al cual adaptarse. Y en qué breve tiempo ha acontecido, que casi no hemos tenido siquiera el reflejo de respirar entre una transformación y la próxima...
Hace un tiempo, dejé en mi muro de Facebook una pregunta aparentemente inocua, simple, que muy pocos tuvieron el impulso de contestar, o la curiosidad por indagar acerca del concepto. Pregunté: ¿qué es para ustedes la obsolescencia programada? Los pocos que respondieron, por supuesto, acertaron -o googlearon correctamente-, o tienen hijos millennials a los que les escucharon hablar del tema.
A mí me introdujo en el asunto mi hija Lola, que con la concisión de un especialista me explicó que se trata de una cualidad que los objetos traen desde su origen: tienen una expiración predeterminada. No es "lo que dure": "tiene" que durar un tiempo en general corto, lo cual está previsto de ese modo, para hacer funcionar aceitadamente la cadena compulsiva del consumo, y que esta nunca se detenga. "Debe" romperse, volverse antiguo, inútil, dejar de funcionar. Debe.
Digámoslo así: hace tiempo que nada es para toda la vida, pero en este preciso momento que atravesamos, económicamente hablando, además de tener que lidiar con la noción verificable de que más temprano que tarde todo acaba, todo pasa, todo termina, ahora también debemos vérnosla con que aquellos objetos que nos han traído hasta la modernidad, representan cierta dosis de confort y nos cuestan gran parte de nuestro esfuerzo productivo, el día mismísimo que los adquirimos comienzan la cuenta regresiva que los vuelve puro desecho. Diez, nueve, ocho, siete... ya no en años, ni siquiera en meses, sino en días, minutos, segundos, milésimas. Instantes.
Las generaciones educadas bajo los mantras del sacrificio por adquirir bienes valorables en el sentido del reconocimiento social y el estatus -casa, auto, un buen colegio para los hijos, etc.- no alcanzan a comprender este momento tan frágil, tan volátil, donde todo se vuelve tan pasajero, fugaz, repentino. Hace 40 o 50 años, el auto nuevo, por ejemplo, era una ocasión de celebración importante: se lo consideraba un evento subrayable, consecuencia de un ahorro superlativo, o de un golpe de timón en la economía familiar que postergaba otros deseos igualmente significativos. El futuro, y dentro de él la planificación milimétrica de cada gasto o inversión, era casi una sustancia tangible, algo certificado en su existencia: las personas lo miraban de frente, y le apostaban moneda sobre moneda, en la íntima convicción de que un día al fin llegaría, y convivirían con él como un integrante más de la familia. Se tenía, entre otras muchas "conquistas" personales, un trabajo "para toda la vida", una heladera "para toda la vida", un lavarropas "para toda la vida", un marido o mujer "para toda la vida".
La obsolescencia programada ha alcanzado a todos los objetos nombrables, y también a los sujetos y el universo completo de sus vivencias. Así como se adquiere un celular con la idea de descartarlo en cuanto aparezca un modelo más atractivo, del mismo modo los individuos nos internamos en las relaciones interpersonales: se empieza para terminar. No es una posibilidad estadística, es una garantía, un dato predatado de la realidad: todo terminará algún día, y es mejor darlo por acabado mentalmente incluso antes de comenzar. Para evitar sufrir lo que haya que sufrir, mejor disolverlo antes de que se integre.
Esa es la obsolescencia programada de un vínculo, o lo que el gran filósofo de la contemporaneidad, el polaco Zygmunt Bauman, denominó "amor líquido". El amor líquido es aquel que se escurre entre los dedos, no se puede atrapar, no se consolida, simplemente se consume y desaparece. Ha sido concebido para satisfacer una necesidad puntual, y una vez satisfecha, el sentimiento se evapora, se transforma en pasado inmediato, sin peso, sin trayectoria, sin rastro. Y se pasa al cuadro siguiente. Next, que pase el que sigue. Como si se tratara del siguiente smartTV.
Hay otra clase de obsolescencia: la percibida. Por obsolescencia percibida, a una mujer se la caracteriza como "vieja" -y se la trata como tal- después de sus 40 o 50 años. Se le decreta socialmente que ha quedado fuera de moda, o de temporada. Vintage se la rotula, eufemística, compasivamente. Entonces se le ofrecen, junto con toneladas de presión mediática y comercial, una parafernalia de herramientas "a disposición" para que batalle contra el tiempo y sus impertinencias -cabe aquí observar que todo le resulta impertinente a la mujer de esa edad, pues todo cede sin pudor al imperio de la ley de gravedad-.
Podemos rechazar la obsolescencia programada y percibida de cuanto vemos, tocamos, oímos y somos? Es posible? O sólo resta dejarse llevar por la corriente, sucumbir sin más, y dedicarse a rememorar con nostalgia aquel tiempo lento, cuando el almanaque era nada más que un cartoncito tonto que nos regalaban los comerciantes más atentos para las Fiestas?
Resisto, qué quiere que le diga: es mi naturaleza rebelde, así que yo resisto. Me molesta que me ordenen parar, cambiar, sustituir una cosa por otra con la levedad de lo que acontece sin siquiera ser notado. Me insubordina que alguien que no soy yo decida mi relación con los objetos que conforman el paisaje sencillo de mi día tras día: yo y sólo yo daré de baja a mi teléfono cuando mi teléfono decida finalizar su utilidad, no antes, no otros; yo y sólo yo abandonaré mi lavarropas cuando el lavarropas decida abandonar sus funciones específicas de limpiar mi ropa. Yo. Nadie más que yo, ningún insaciable fabricante de nada.
Lo mismo para los afectos: deberá alguien dar pruebas más que consistentes de su lejanía y desinterés para que yo pase página y resuelva liquidar un amor. Porque el amor no es líquido; es viscoso, pesado en el alma; se pega a sus paredes, las impregna de olores, sabores, colores, musicalidades, tiempos. Es pura célula madre, resiliente como el desierto es resiliente. No es un yogur, que vence con premura y sin remedio.
Quién programa la propia obsolescencia? Quién decide qué es viejo y cuándo? Quién determina el estado del amor, si líquido, sólido o gaseoso? Quién?
Tal vez valga la pena dejarse envejecer, uno y sus objetos, sin permitirles a los ajenos que nos impongan la urgencia de lo obsolescente. Ni de lo adolescente,que sería sucumbir a la más atroz negación de la vida misma. Sólo atravesados por el tiempo, sin etiquetas ni fechas de caducidad. Con mucho ruido, y muchas nueces, por qué no.
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Hace un tiempo, dejé en mi muro de Facebook una pregunta aparentemente inocua, simple, que muy pocos tuvieron el impulso de contestar, o la curiosidad por indagar acerca del concepto. Pregunté: ¿qué es para ustedes la obsolescencia programada? Los pocos que respondieron, por supuesto, acertaron -o googlearon correctamente-, o tienen hijos millennials a los que les escucharon hablar del tema.
A mí me introdujo en el asunto mi hija Lola, que con la concisión de un especialista me explicó que se trata de una cualidad que los objetos traen desde su origen: tienen una expiración predeterminada. No es "lo que dure": "tiene" que durar un tiempo en general corto, lo cual está previsto de ese modo, para hacer funcionar aceitadamente la cadena compulsiva del consumo, y que esta nunca se detenga. "Debe" romperse, volverse antiguo, inútil, dejar de funcionar. Debe.

Las generaciones educadas bajo los mantras del sacrificio por adquirir bienes valorables en el sentido del reconocimiento social y el estatus -casa, auto, un buen colegio para los hijos, etc.- no alcanzan a comprender este momento tan frágil, tan volátil, donde todo se vuelve tan pasajero, fugaz, repentino. Hace 40 o 50 años, el auto nuevo, por ejemplo, era una ocasión de celebración importante: se lo consideraba un evento subrayable, consecuencia de un ahorro superlativo, o de un golpe de timón en la economía familiar que postergaba otros deseos igualmente significativos. El futuro, y dentro de él la planificación milimétrica de cada gasto o inversión, era casi una sustancia tangible, algo certificado en su existencia: las personas lo miraban de frente, y le apostaban moneda sobre moneda, en la íntima convicción de que un día al fin llegaría, y convivirían con él como un integrante más de la familia. Se tenía, entre otras muchas "conquistas" personales, un trabajo "para toda la vida", una heladera "para toda la vida", un lavarropas "para toda la vida", un marido o mujer "para toda la vida".
La obsolescencia programada ha alcanzado a todos los objetos nombrables, y también a los sujetos y el universo completo de sus vivencias. Así como se adquiere un celular con la idea de descartarlo en cuanto aparezca un modelo más atractivo, del mismo modo los individuos nos internamos en las relaciones interpersonales: se empieza para terminar. No es una posibilidad estadística, es una garantía, un dato predatado de la realidad: todo terminará algún día, y es mejor darlo por acabado mentalmente incluso antes de comenzar. Para evitar sufrir lo que haya que sufrir, mejor disolverlo antes de que se integre.
Esa es la obsolescencia programada de un vínculo, o lo que el gran filósofo de la contemporaneidad, el polaco Zygmunt Bauman, denominó "amor líquido". El amor líquido es aquel que se escurre entre los dedos, no se puede atrapar, no se consolida, simplemente se consume y desaparece. Ha sido concebido para satisfacer una necesidad puntual, y una vez satisfecha, el sentimiento se evapora, se transforma en pasado inmediato, sin peso, sin trayectoria, sin rastro. Y se pasa al cuadro siguiente. Next, que pase el que sigue. Como si se tratara del siguiente smartTV.
Hay otra clase de obsolescencia: la percibida. Por obsolescencia percibida, a una mujer se la caracteriza como "vieja" -y se la trata como tal- después de sus 40 o 50 años. Se le decreta socialmente que ha quedado fuera de moda, o de temporada. Vintage se la rotula, eufemística, compasivamente. Entonces se le ofrecen, junto con toneladas de presión mediática y comercial, una parafernalia de herramientas "a disposición" para que batalle contra el tiempo y sus impertinencias -cabe aquí observar que todo le resulta impertinente a la mujer de esa edad, pues todo cede sin pudor al imperio de la ley de gravedad-.
Podemos rechazar la obsolescencia programada y percibida de cuanto vemos, tocamos, oímos y somos? Es posible? O sólo resta dejarse llevar por la corriente, sucumbir sin más, y dedicarse a rememorar con nostalgia aquel tiempo lento, cuando el almanaque era nada más que un cartoncito tonto que nos regalaban los comerciantes más atentos para las Fiestas?
Resisto, qué quiere que le diga: es mi naturaleza rebelde, así que yo resisto. Me molesta que me ordenen parar, cambiar, sustituir una cosa por otra con la levedad de lo que acontece sin siquiera ser notado. Me insubordina que alguien que no soy yo decida mi relación con los objetos que conforman el paisaje sencillo de mi día tras día: yo y sólo yo daré de baja a mi teléfono cuando mi teléfono decida finalizar su utilidad, no antes, no otros; yo y sólo yo abandonaré mi lavarropas cuando el lavarropas decida abandonar sus funciones específicas de limpiar mi ropa. Yo. Nadie más que yo, ningún insaciable fabricante de nada.
Lo mismo para los afectos: deberá alguien dar pruebas más que consistentes de su lejanía y desinterés para que yo pase página y resuelva liquidar un amor. Porque el amor no es líquido; es viscoso, pesado en el alma; se pega a sus paredes, las impregna de olores, sabores, colores, musicalidades, tiempos. Es pura célula madre, resiliente como el desierto es resiliente. No es un yogur, que vence con premura y sin remedio.
Quién programa la propia obsolescencia? Quién decide qué es viejo y cuándo? Quién determina el estado del amor, si líquido, sólido o gaseoso? Quién?
Tal vez valga la pena dejarse envejecer, uno y sus objetos, sin permitirles a los ajenos que nos impongan la urgencia de lo obsolescente. Ni de lo adolescente,que sería sucumbir a la más atroz negación de la vida misma. Sólo atravesados por el tiempo, sin etiquetas ni fechas de caducidad. Con mucho ruido, y muchas nueces, por qué no.
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Buenísimo....!
ResponderEliminarSimplemente, cierto!
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