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Lucky Luciano

Lucky Luciano fue un problemático señor en los albores del siglo XX en los Estados Unidos. Ejerció la paternidad de una de las familias criminales más renombradas judicialmente, los Genovese, y aunque fue procesado y encarcelado por proxenetismo, por allí también se cocían habas así que terminó exonerado, viviendo tranquilamente fuera del territorio americano, una vez firmados los acuerdos de la Segunda Guerra Mundial.
En mi barrio yo también tengo un Lucky Luciano. A la vuelta de mi casa, más precisamente. Este acicaladísimo señor, de anteojitos redondos, contemporáneo corte de pelo y look atildado de "creeme que sé de qué se trata la vida", no es mafioso. Para nada. Al menos, por ahora no hay indicios vehementes, como dicen en los tribunales.
Lucky Luciano se presentó esta mañana en mi casa. Manito en bolsillo delantero del jean borravino, y en la otra, el celu. Mi timbre no funciona, cosa que no me preocupa en lo más mínimo, porque suele desalentar a los que llegan con dudas o sin convicción o propósito a la entrada de mi hogar. Pero Lucky Luciano se ve que estaba bastante persuadido, diría don Raúl, así que la emprendió con la puerta y los nudillos.
"Hola, buen día", dijo sugiriendo una sonrisa de cotelé que sospeché ensayada. "Soy Luciano, tu vecino de acá a la vuelta, por Paz". "Sí, buen día, qué tal? Decime, Luciano, en qué te puedo ayudar", respondí cortésmente, aunque en rigor de verdad, con el interés de un sábado temprano por la mañana: o sea, ninguno. "Mirá, te quería mostrar algo", siguió, y desenfunda el celular, toca la pantalla y abre una foto. "Estaba viendo hoy que tenés gente trabajando en el techo de tu casa", observa. "Efectivamente", contesto, mientras pienso en su enorme perspicacia y agudeza: tipos que van y vienen con maderas, tejas, clavos. Etcétera. "Fijate, justo ahí, en la punta de la chimenea, tenés una antena chiquita, que no sé si usás...". Mmm, Luciano estaba consiguiendo desorientarme: no podía determinar adónde iba la conversación, pero no me resultaba a priori muy usual. "Ajá", alcancé a contestar, entre curiosa y sorprendida. "Bueno, te decía, tenés esa antena ahí, que no sé si usás, pero... está torcida... Digo, me gustaría que la enderezaras, o que si no la usás, la podrías sacar", concluye, como quien concluye que después de la tarde viene la noche, y después la mañana del día siguiente.
"Antena. Mía. Torcida. Y a vos en qué te molesta?", quise, razonablemente saber. "Ehh... La vista, yo qué sé, supongo que la vista". Ah. La vista. La vista hacia un punto específico del techo de mi casa. La antenita. La antenita heredada de otros dueños, otros tiempos, otros veranos de casa alquilada cerca de la playa. Mirá vos. Mi antenita vintage te molesta.
Se ve que Lucky Luciano tenía un día paisajístico. U obsesivo compulsivo. O voyeur culposo. "Antes abrías siempre el ventanal que da a mi casa", requiere. Y sí, Luciano, antes. Ya no. Ya no tantas cosas, Luciano, y no tengo muchas ganas de explicarte cuántas cosas antes sí y ahora ya no. Pero mirá cómo soy de gauchita, Luciano, que te explico y todo. "Sí. Ese es mi estudio. Antes era mi lugar de trabajo en la casa, pero ya no". Diría que sueno resignada, como en una inesperada confesión de que sí, la casa nos ha quedado grande. "Ah... Bueno, te cuento que yo voy a volver a poner un árbol en mi jardín, en la esquina que da a tu casa. Digo, para tapar mi ventanal, para que no tengas que ver...".
Tranquilo, Luciano. Poné el árbol, o no lo pongas. Me da lo mismo. No miro para tu casa. Nunca. No te miro ahora, que no ocupo ese espacio de mi casa para trabajar, no te miré antes, cuando la mayor parte de mi día transcurría en ese sitio de altos, donde el sol entra por todos los ventanales de lleno, a pleno, sin vergüenza. Tenía todo el sol, todito para mí, y el silencio de la mañana desperezándose, y los pájaros dedicándome sus mejores armonías, mirá si me voy a ocupar de vos, Luciano. De todos modos, debo decirte que un día me quedé extasiada con tu cocina: ni una galletita fuera de lugar.
Respirá Luciano, respirá. Despeinate. Desordená algo, para volverlo a ordenar. Tal vez así tengas una vida entretenida, o una, cualquiera. Y entonces dejes de mirar mi techo. Mi antenita.
Uno no sabe cuán educado puede ser hasta que la situación exige una exhibición de toda la artillería pesada de la amabilidad social y las reglas de buena convivencia. "Gracias Luciano, por tu aporte. Veré qué puedo hacer para que te sientas cómodo mirando para mi casa", le prometí mentirosamente, en la certeza de que su comodidad visual es de mi más absoluta indiferencia. Si yo fuera él, jamás confiaría en alguien que me despide con los labios fuertemente apretados y las comisuras forzadas hacia arriba, en clara señal de sarcasmo.
Hay personas y acciones que no necesitan ser adjetivadas, se adjetivan por sí solas. Sólo diré, para cerrar, que Luciano es un muchacho afortunado. Lo que se diría un auténtico suertudo. Porque se encontró, de los dos habitantes que de corriente tiene mi hogar, con el único que está dispuesto a explorar los límites de su tolerancia y corrección social; es decir, yo. De haber estado el otro, no puedo aventurar el final del diálogo. Bueno, tal vez sí: no hubiera existido.

Sos un tipo de suerte, Luciano, Lucky Luciano. Poné el arbolito, regalo bastante, dale amor, fertilizalo. Que se desarolle fuerte, derechito -no como mi antena- y alto. Tratá de que crezca, por lo menos, hasta la misma altura de la antena. Porque la antenita vintage se queda, viste? Me gusta mucho.

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