Cuando las aguas se calman -expresión significativa si las hay en estos momentos en que escribo esta entrada, cuando las fuerzas navales del mundo buscan solidariamente en la inmensidad caprichosa e incierta del océano un submarino argentino con 44 habitantes-, queda en la superficie lo que permanecerá y sólo lo que permanecerá. Ojalá, que en el caso que nos angustia por estas horas, lo que permanezca en la superficie sea esa carcasa llena de hostiazos del mar, que aún así puede habérselas arreglado para proteger a 44 almas añoradas en tierra.
Pero la superficie de la que tratan estas líneas es la del más que nunca vituperado premio Martín Fierro. Nadie recordará la edición 2017 por las producciones premiadas, ni por algún que otro subrayable o agradecido discurso de oportunidad. Definitivamente, no. Todos, protagonistas y espectadores, lo recordaremos como el año en que la grieta se hizo abismo hondo entre periodistas previamente agrietados, que encontraron en la ocasión el espacio -valga la redundancia visual- para colar el resentimiento agrio que se han dispensado desde siempre.
Pero cada capítulo tiene su apartado, y éste no será la excepción. Muchos dedos han corrido los teclados graciosamente mencionando el episodio de la reacción de Diego Leuco para con su novia Daniela. Recordemos que Leuco padre recibía su estatuilla dorada, pronunciaba un encendido discurso contra la patria apropiadora de medios de comunicación, y desde un sector del salón le dedicaron algunos epítetos que a Leuco hijo le operaron de gasolina en su de habitual poco inflamable personalidad. La reacción del retoño tomó desprevenidos a propios y extraños, porque no sólo intentó un acercamiento físico a la mesa de donde provenía la nada amable adjetivación hacia el tata Leuco, sino que, en el ímpetu por conseguirlo, se zafó de un modo rudimentario de Daniela, que intentaba, sin mayor éxito ni polenta, contener el apocalipsis inminente.
Visto por la tele, y merced a toda la violencia de género que hemos sabido reprocharnos como sociedad supuestamente civilizada, pareció algo más serio que un momento poco decorativo para el pretendido -¿o pretencioso?- glamour de la noche. Pareció una situación física bien desagradable, nada recomendable ni en público ni en privado.
Leuco bis luego salió a decir lo suyo: que la calentura del instante, que allá a lo lejos escuchó voces que lo llevaron a esa deplorable actitud, y acá cerca oyó otras que lo retrotrajeron a su sensatez de siempre. Que, motu proprio, paró la película de acción, volvió sobre sus pasos, y la escena terminó ahí.
La escena terminó ahí, sí, pero lo que la escena dejó como residuo, comenzó ahí. Quiero expresamente desistir de tratar las grescas periodísticas: honestamente, me parecen una peli clase B de estrellitas de un pobre firmamento intelectual infestado de egolatría. Punto para el tema.
Pero sí me parece interesante e importante, con vistas a una auténtica defensa de género, desmenuzar la actitud de Diego Leuco y a lo que ella condujo.
Las personas, en general, con independencia del género, exhibimos consistentemente reacciones de las que no tenemos, en primera instancia, gobierno absoluto. Por eso se llaman reacciones: es una acción derivada de otra acción. La esencia de estas re-acciones están enclavadas en el corazón mismo del inconsciente, por lo que ni siquiera rozan los bordes de la razonabilidad: están ligadas a los instintos más primarios de la supervivencia en todas sus formas y variantes. De allí que pocas veces una reacción sea del orden de lo que nos haga sentir orgullosos en el ejercicio de la educación que nos hemos agenciado.
Forzar la reacción -insisto, desagradable y rechazable- de Diego Leuco a que entre en el zapato de violencia de género me parece una exageración poco conducente. Es decir: si cualquier acción, por poco recomendable que sea, puede ser caracterizada como violencia de género, flaco favor le estamos haciendo a la auténtica violencia de género. Que sí, efectivamente, se mide en grados, por la seriedad e irremontabilidad de sus consecuencias; pero esta actuación desmesurada, sobre
rreactiva de Leuco, difícilmente pueda ser catalogada como tal.
La violencia de género no sólo tiene como objeto de la acción a una mujer, sino que también comprende determinadas características: es de A hacia B, y no de A entre decenas eventuales de B; es constante y progresiva, y suele comprender más de una forma, solapada o no, de la violencia de un sujeto sobre otro; es denostativa, lo que crea un campo fértil en la mente de la víctima para recibir todo ese alud de violencia puntual o difusa; requiere de un vínculo violento, sostenido en el tiempo, por las justificaciones, las excusas y el miedo como denominador común.
No es para el aplauso el comportamiento de Leuco hijo, sin dudas. En mi opinión, tampoco para la hoguera. Pero no por el perjuicio personal o profesional que tal sentencia podría acarrearle, sino porque, insisto, caracterizar como violencia de género una situación atravesada por el estrés público y televisado, de la que él mismo se llamó a sosiego porque escuchó a su alrededor y reaccionó a su propia reacción, se me ocurre que es quitarle presencia, valor y riesgo a las situaciones que de verdad ponen en entredicho la calidad de vida y la misma supervivencia de las mujeres.
Deseo fervientemente que podamos, todos, con todos y entre todos, dibujar claramente las fronteras de la violencia de género, para convocar la armonía que hoy está ausente y ponerle un freno palpable y efectivo al maltrato fermentativo, cotidiano, invisible que tiene en vilo a todo un género.
Pero la superficie de la que tratan estas líneas es la del más que nunca vituperado premio Martín Fierro. Nadie recordará la edición 2017 por las producciones premiadas, ni por algún que otro subrayable o agradecido discurso de oportunidad. Definitivamente, no. Todos, protagonistas y espectadores, lo recordaremos como el año en que la grieta se hizo abismo hondo entre periodistas previamente agrietados, que encontraron en la ocasión el espacio -valga la redundancia visual- para colar el resentimiento agrio que se han dispensado desde siempre.
Pero cada capítulo tiene su apartado, y éste no será la excepción. Muchos dedos han corrido los teclados graciosamente mencionando el episodio de la reacción de Diego Leuco para con su novia Daniela. Recordemos que Leuco padre recibía su estatuilla dorada, pronunciaba un encendido discurso contra la patria apropiadora de medios de comunicación, y desde un sector del salón le dedicaron algunos epítetos que a Leuco hijo le operaron de gasolina en su de habitual poco inflamable personalidad. La reacción del retoño tomó desprevenidos a propios y extraños, porque no sólo intentó un acercamiento físico a la mesa de donde provenía la nada amable adjetivación hacia el tata Leuco, sino que, en el ímpetu por conseguirlo, se zafó de un modo rudimentario de Daniela, que intentaba, sin mayor éxito ni polenta, contener el apocalipsis inminente.
Visto por la tele, y merced a toda la violencia de género que hemos sabido reprocharnos como sociedad supuestamente civilizada, pareció algo más serio que un momento poco decorativo para el pretendido -¿o pretencioso?- glamour de la noche. Pareció una situación física bien desagradable, nada recomendable ni en público ni en privado.
Leuco bis luego salió a decir lo suyo: que la calentura del instante, que allá a lo lejos escuchó voces que lo llevaron a esa deplorable actitud, y acá cerca oyó otras que lo retrotrajeron a su sensatez de siempre. Que, motu proprio, paró la película de acción, volvió sobre sus pasos, y la escena terminó ahí.
La escena terminó ahí, sí, pero lo que la escena dejó como residuo, comenzó ahí. Quiero expresamente desistir de tratar las grescas periodísticas: honestamente, me parecen una peli clase B de estrellitas de un pobre firmamento intelectual infestado de egolatría. Punto para el tema.
Pero sí me parece interesante e importante, con vistas a una auténtica defensa de género, desmenuzar la actitud de Diego Leuco y a lo que ella condujo.
Las personas, en general, con independencia del género, exhibimos consistentemente reacciones de las que no tenemos, en primera instancia, gobierno absoluto. Por eso se llaman reacciones: es una acción derivada de otra acción. La esencia de estas re-acciones están enclavadas en el corazón mismo del inconsciente, por lo que ni siquiera rozan los bordes de la razonabilidad: están ligadas a los instintos más primarios de la supervivencia en todas sus formas y variantes. De allí que pocas veces una reacción sea del orden de lo que nos haga sentir orgullosos en el ejercicio de la educación que nos hemos agenciado.
Forzar la reacción -insisto, desagradable y rechazable- de Diego Leuco a que entre en el zapato de violencia de género me parece una exageración poco conducente. Es decir: si cualquier acción, por poco recomendable que sea, puede ser caracterizada como violencia de género, flaco favor le estamos haciendo a la auténtica violencia de género. Que sí, efectivamente, se mide en grados, por la seriedad e irremontabilidad de sus consecuencias; pero esta actuación desmesurada, sobre
rreactiva de Leuco, difícilmente pueda ser catalogada como tal.
La violencia de género no sólo tiene como objeto de la acción a una mujer, sino que también comprende determinadas características: es de A hacia B, y no de A entre decenas eventuales de B; es constante y progresiva, y suele comprender más de una forma, solapada o no, de la violencia de un sujeto sobre otro; es denostativa, lo que crea un campo fértil en la mente de la víctima para recibir todo ese alud de violencia puntual o difusa; requiere de un vínculo violento, sostenido en el tiempo, por las justificaciones, las excusas y el miedo como denominador común.
No es para el aplauso el comportamiento de Leuco hijo, sin dudas. En mi opinión, tampoco para la hoguera. Pero no por el perjuicio personal o profesional que tal sentencia podría acarrearle, sino porque, insisto, caracterizar como violencia de género una situación atravesada por el estrés público y televisado, de la que él mismo se llamó a sosiego porque escuchó a su alrededor y reaccionó a su propia reacción, se me ocurre que es quitarle presencia, valor y riesgo a las situaciones que de verdad ponen en entredicho la calidad de vida y la misma supervivencia de las mujeres.
Deseo fervientemente que podamos, todos, con todos y entre todos, dibujar claramente las fronteras de la violencia de género, para convocar la armonía que hoy está ausente y ponerle un freno palpable y efectivo al maltrato fermentativo, cotidiano, invisible que tiene en vilo a todo un género.
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