María Laura Santillán versus Patricia Bullrich. Patricia Bullrich bajo el asedio de María Laura Santillán y la anfitriona de ambas, Mirtha Legrand.
Para entender lo que sucedió en esa reunión televisada, se hace indispensable caracterizar a los personajes protagónicos de tan lamentable momento.
Mirtha es una señora que creyó un cuentito: un día a alguien se le ocurrió ser demasiado polite y halagarla sobre sus cualidades como entrevistadora; la bola creció, y terminó siendo una pseudo verdad instalada. Lo que la señora tiene no son grandes cualidades como entrevistadora, sino un desparpajo y una insolencia que suelen traer la edad, y que muchas veces culmina en una soberbia impune. La señora es, básicamente, impune. Sabe, a ciencia cierta, que puede salirle muy caro a un invitado enfrentarla, o dejarla pagando en la mesa -recordemos a la pobre Silvana Suárez, cuando tuvo el tupé de levantarse y retirarse. Nunca más tuvo un microsegundo de prensa, incluso cuando era del "palo"-, y se da todos los lujos del pésimo anfitrión: incomodar, maltratar, humillar, invadir, traspasar el límite de lo privadísimo, todo en nombre de ese absoluto inverificable que es "el público".
Se me ocurren al menos diez nombres de mujeres que ponen esta profesión/oficio por todo lo alto, que su sola mención me provoca orgullo ajeno y una envidia muy poco secreta. Entre ellos no está María Laura Santillán. Santillán es al periodismo lo que el agua de lavarropas al sediento: no te mata, tampoco te saca la sed. Mediocre presentadora de noticias, pretenciosa conductora de espacios de análisis periodístico, lo que la ha llevado a estar en el sitio correcto en el momento preciso es su derecho de cama y la persistencia en ignorar lo que de ella se dice a voz en jarro: que no da el piné. Pero se queda, y eso se ha transformado en su máximo capital y su tarjeta de ingreso a "la mesa chica" de los habitués de invitados del rubro.
Lavada e inocua como es, con la misma carga argumental que podría esgrimir un organismo unicelular, arremetió contra Bullrich con planteos
de una perversión intelectual que sólo podría ejecutar con efectividad una mente brillante. Pero claro, todo estaba avalado por la anfitriona, que mechaba, entre estilete y estilete, una insidia digna de mejor causa. Y allí fue Santillán, a arrinconar a Bullrich dejándola al borde del llanto, con la guardia baja y los botines desatados, lista para el nocáut técnico. Que no llegó porque, simplemente, insisto, a Santillán no le da el piné.
Agonizo de vergüenza con acciones como la de Santillán. Pero también me pregunto qué pensó Bullrich que sucedería en esa mesa: es casi un pecado capital, políticamente hablando, no comprender el valor mediático de la cosa juzgada. Y mal que le pese al Gobierno y junto con él a todos los que creemos en el respeto al debido proceso y los tiempos naturales para que la verdad emerja, lo de Maldonado es cosa juzgada. Más por historia que por presente; más porque en este país no hay quien no haya rozado la leche hiviendo, y estamos ante una vaca que tendrá que demostrar, por contradictorio que suene y sea, que da leche pasteurizada natural.
A la verdad también hay que blindarla, y Bullrich, que no es una recién nacida ni llegada, debería saberlo mejor que nadie. O en su defecto, su jefe. Porque el llanto y el default en el que cayó Bullrich frente a una Santillán que olía sangre disponible, y una Mirtha agazapada y veleidosa, reconocen una y solo una víctima principal: la República, la certeza aún vigente de que esta clase de convivencia acordada, la democrática, es la que ha sido probada hasta aquí como la más virtuosa, y en la que una visible mayoría quiere continuar viviendo.
Para entender lo que sucedió en esa reunión televisada, se hace indispensable caracterizar a los personajes protagónicos de tan lamentable momento.
Mirtha es una señora que creyó un cuentito: un día a alguien se le ocurrió ser demasiado polite y halagarla sobre sus cualidades como entrevistadora; la bola creció, y terminó siendo una pseudo verdad instalada. Lo que la señora tiene no son grandes cualidades como entrevistadora, sino un desparpajo y una insolencia que suelen traer la edad, y que muchas veces culmina en una soberbia impune. La señora es, básicamente, impune. Sabe, a ciencia cierta, que puede salirle muy caro a un invitado enfrentarla, o dejarla pagando en la mesa -recordemos a la pobre Silvana Suárez, cuando tuvo el tupé de levantarse y retirarse. Nunca más tuvo un microsegundo de prensa, incluso cuando era del "palo"-, y se da todos los lujos del pésimo anfitrión: incomodar, maltratar, humillar, invadir, traspasar el límite de lo privadísimo, todo en nombre de ese absoluto inverificable que es "el público".

Lavada e inocua como es, con la misma carga argumental que podría esgrimir un organismo unicelular, arremetió contra Bullrich con planteos
de una perversión intelectual que sólo podría ejecutar con efectividad una mente brillante. Pero claro, todo estaba avalado por la anfitriona, que mechaba, entre estilete y estilete, una insidia digna de mejor causa. Y allí fue Santillán, a arrinconar a Bullrich dejándola al borde del llanto, con la guardia baja y los botines desatados, lista para el nocáut técnico. Que no llegó porque, simplemente, insisto, a Santillán no le da el piné.
Agonizo de vergüenza con acciones como la de Santillán. Pero también me pregunto qué pensó Bullrich que sucedería en esa mesa: es casi un pecado capital, políticamente hablando, no comprender el valor mediático de la cosa juzgada. Y mal que le pese al Gobierno y junto con él a todos los que creemos en el respeto al debido proceso y los tiempos naturales para que la verdad emerja, lo de Maldonado es cosa juzgada. Más por historia que por presente; más porque en este país no hay quien no haya rozado la leche hiviendo, y estamos ante una vaca que tendrá que demostrar, por contradictorio que suene y sea, que da leche pasteurizada natural.
A la verdad también hay que blindarla, y Bullrich, que no es una recién nacida ni llegada, debería saberlo mejor que nadie. O en su defecto, su jefe. Porque el llanto y el default en el que cayó Bullrich frente a una Santillán que olía sangre disponible, y una Mirtha agazapada y veleidosa, reconocen una y solo una víctima principal: la República, la certeza aún vigente de que esta clase de convivencia acordada, la democrática, es la que ha sido probada hasta aquí como la más virtuosa, y en la que una visible mayoría quiere continuar viviendo.
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